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Sin interrupción. Sin discontinuidades. Ni en la materia, ni en el tiempo. En un constante existir, en una eterna inhalación. Coexistiendo en un plano que nos acompaña con ritmos y frecuencias inmesurables. En simbiosis con nosotros por aleatorio accidente. Procreadores de nuestra existencia sin intención.
Inconscientes omniscientes libres. Ajenos a lo innecesario. Sintientes desde la célula hasta la infinitud. Milagros de química virtuosa. Existentes en lo que les da vida y en lo que les destruye indiferentemente. Monstruos de exhuberancia que se retuercen desde las ciénagas hasta los cielos.
Hasta el sol parece más inquieto e inestable. Menos fiable. A su lado, voluble y banal.
Sin remedio nuestras mentes los recorren heridas de desvarío. Y hasta este mismo es otro habitante acogido sin prejuicio.
Pero no nos observan. Trascienden nuestro concepto de supervivencia más allá de lo comprensible. Nos perciben ignorando todo tipo de artificio animal. Nos convierten, al percibirnos, en criaturas liberadas de especie, limitación o lenguaje, absolutamente como individuos vivientes, con la única necesidad de la interacción y la simbiosis. Nos hermanan, nos elevan, mientras que nosotros seguimos empeñados en aferrarnos a nuestras pequeñeces y nuestra temporalidad, perdiendo la posibilidad de existir en lo absoluto de la percepción como ellos.
El cornudo dios de las bestias, llamado por unos Cernunos, por otros Shiva, sí comprendió la intemporalidad de los bosques, la aceptó y se hizo a sí mismo intemporal, para poder entrar en sus frecuencias y ciclos, bailando al ritmo de su eternidad, convirtiéndose en lo que nosotros creemos estatua de un danzante inmóvil.
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